El internet de las cosas: del big brother a los miles de “little brothers”

En la última conferencia sobre Defensa Nacional (EN) celebrada en Washington este mismo fin de semana se habló precisamente del interés que estaban teniendo agencias como la NSA por aprovechar la información recopilada masivamente por dispositivos del Internet de las Cosas.

Esta afirmación dibuja un escenario que llevamos tiempo denunciando, y cuyas implicaciones van aún más allá de lo que quizás a priori pueda parecernos.

Hablamos de que agencias de inteligencia de diversos países (es de ilusos pensar que únicamente EE.UU. está tras ello) están haciendo uso de la información suministrada por esos miles de millones de dispositivos conectados a la red. Dispositivos que van más allá de los esperables smartphones, consolas y PCs, para abarcar desde productos de domótica casera (termostato, neveras, máquinas de café, persianas,…) pasando por la infinidad de sensores que podemos encontrar en un centro comercial, en la calle y en espacios público-privados (mupis, pantallas informativas, alarmas, puntos de WiFi,…), hasta todos aquellos destinados al ocio, al deporte e incluso a la salud.

Dispositivos cuyo papel es estar 24/7 monitorizando nuestros hábitos caseros, mostrándonos la publicidad adecuada, informándonos de cuántos pasos o qué pulso tenemos, o incluso, controlando aquellas funciones que un órgano no dañado debería realizar.

Información, a fin de cuentas, crítica sobre nuestra identidad. Sobre lo que nos gusta, sobre lo que somos, sobre aquello de lo que sufrimos, al servicio una agencia estatal (en el mejor de los casos).

Párese durante unos instantes a pensar en el impacto que tendría para un colectivo de la sociedad tener el control de toda esta información. Y ahora imagínese que quizás, de todo lo que se podría hacer con ella, hubiera además intereses económicos, políticos y/militares de por medio.

No existe, de facto, un Gran Hermano que controla absolutamente todo en nuestra vida. Una herramienta centralizada capaz de vigilar, denunciar y ejecutar según sus intereses.

En su ausencia, lo que tenemos en un sistema descentralizado que hereda algunos elementos de esa arquitectura panóptica, pero que no se siente como tal. No hay aparentemente guardias detrás de los cristales, sino una serie de intermediarios que complican y diluyen la sensación de estar permanentemente siendo sometido a escrutinio.

En vez de una pantalla colocada en cada habitación, lo que hemos acabado por tener es un smartphone que no solo nos acompaña en cada una de las estancias, sino que también lo hace fuera de casa, y por supuesto, cuando dormimos. Pero cuyo objetivo no es vigilarnos, sino ofrecernos “conectividad”.

A este, hay que unirle aquellas cámaras de videovigilancia, aquellas pulseras cuantificadoras, aquellos juguetes con los que entretenemos a nuestros hijos (o nos entretenemos nosotros), aquellos aparatos que nos facilitan la vida y en definitiva, a toda esa red de tecnología que se encarga de analizar la información que es capaz de obtener del mundo físico, pasarla a ceros y unos, y transformarla en hechos y acciones.

Y lo mejor de todo es que somos nosotros los primeros interesados en que esta industria florezca, por la sencilla razón de que esa vigilancia no es el objetivo principal, sino una consecuencia más de las aspiraciones de aquellos encargados en velar por nuestra seguridad.

No hay por tanto un Big Brother, sino millones de Little Brothers, cuyo objetivo nada tiene que ver con el control masivo, pero que de una u otra manera (0-days, debilidades informáticas, intereses político-económicos, control del mercado,…), acaban por conformar esa red espionaje masivo.

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